Llega el verano y cuesta moverse. En determinados lugares, no se descansa suficiente por la noche y toca levantarse cansado y con las pilas poco cargadas. Aunque las vacaciones hayan llegado para los niños, la inmensa mayoría de la población sigue trabajando. Y, en medio de todo esto, me pregunto por la fe.
Ciertos debates sobre creencias e increencias implican una reducción enorme de la fe a aquello que se entiende, que se acepta, en lo que se confía. Lo queramos o no, ciertas discusiones están envenenadas desde el inicio, porque nos quieren mostrar que sólo algunos pueden hacer algo porque tienen algo que los demás no tienen. Y esto, a mi entender, no es verdad.
Hay una fe regalada a todos en forma de capacidad para lo bueno y capacidad para los mejore deseos. Sin embargo, si no se ejercita, como cualquier músculo, ni crece, ni se desarrolla. No depende del tiempo, sino de la acción humana. Cuando ejercitamos nuestra fe vemos que nuestra fe avanza, madura, nos acompaña cotidianamente y sigue con nosotros.
Cuando nos sentamos, por el contrario, a esperar que llegue una fe por ciencia infusa o producto de algo ajeno a nosotros y nuestra libertad, lo que ocurre es que va deteriorándose por no comprenderla también ligada a la acción, al compromiso, a la responsabilidad. Dicho de otra manera, confirmo una y otra vez que la fe como don, dado por Dios a todos, al ser despreciada en sus inicios parece que deja de existir prácticamente en muchos. Y ese prácticamente significa que deja de ser activa, viva y común.
La pregunta entonces es cómo se practica la fe. De primeras, con la oración y el trato frecuente con Dios y las cosas de Dios. En el tiempo de silencio, de encuentro, de escucha. En los momentos de preparación para cosas importantes. Esos que cuidan lo esencial y en los que estamos centrados en ellos. Por lo mismo, cuando el amor se sitúa entre las prioridades de la persona y eso nos lleva a generar relaciones vinculantes de responsabilidad mutua. Y en el servicio generoso a otros a través de nuestras acciones cotidianas, de nuestra profesión, de nuestra responsabilidad familiar y social.
La fe se practica y se cuida cuando hacemos de todo con fe, con la fe que tenemos, y no la dejamos al margen de la realidad. De esta manera, con Dios presente en todo, se va tejiendo una historia en la que no nos entendemos al margen de nuestra fe, ni nuestra fe se entiende al margen de nosotros. Este movimiento es un movimiento de personalización.
¿Queda la fe encerrada en nuestra propia historia y nuestra personalidad? Al ser algo tan personal y íntimo, el peligro siempre está en hacer de la fe algo individual y tan acomodado a lo que somos que ni nos cuestiona, ni nos arrastra a la santidad. Simplemente está ahí, pero no dice nada significativo cuando se enfrenta a nuestro “yo”, a nuestro “ego”. Por el contrario, descubrimos que la vida de la Iglesia es la que realmente puede decirse como sujeto de la fe y que es indisoluble el ser cristiano de la pertenencia comunitaria.
Encontrar nuestro sitio cuanto antes en la Iglesia, no en un grupo singular sino en la Iglesia, resulta ser hoy un punto esencial. Porque su dinámica será siempre personal, pero sin que podamos apropiárnosla del todo. Y en esta relación con la fe sin que la fe sea algo sólo nuestro es donde podemos decir con propiedad, y podemos notar la fuerza en la debilidad, que en realidad es don de Dios, acción del Espíritu en nosotros. Sólo en la comunidad hay salvación. En la comunidad que es acción de Dios. Esta es una de las claves principales, para quien quiera leer el libro entero, de los Hechos de los Apóstoles, más allá de lecturas parciales e individuales. Una comunidad que es para todos, que se está abriendo a todos, en la que todos juntos pueden caminar.
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