En su comentario al evangelio del domingo 6 de octubre, XXVII del tiempo ordinario, Tomás González reflexiona sobre la unión matrimonial indisoluble según el plan de Dios y la necesidad de acoger el Reino con un corazón abierto y sencillo como el de los niños. También invita a pedir la gracia de la conversión
Lo mismo que le preguntaban los fariseos para ponerlo a prueba le terminaron
preguntando, más discretamente, ya en casa, los discípulos que lo seguían.
Si a los fariseos contestó remitiéndose a la Creación, al texto del Génesis que
escuchamos este domingo en la Misa, según el cual el hombre y la mujer se unen para ser ya los dos una sola carne, a los discípulos les explica que por el pecado del adulterio nos alejamos de la unión matrimonial establecida por Dios, indisoluble, reflejo de su amor incondicional y de su alianza siempre fiel.
Después fue el propio Jesús quien se enfadó porque intentaban alejar de Él a los niños, precisamente a esos que todavía no tienen endurecido el corazón, y que por tanto acogen con su inocencia y naturalidad el anuncio del Reino.
Para abrir el corazón y recibirlo, para ablandarlo y estar atentos a las respuestas de Dios, que no se cansa de repetírnoslas aunque insistamos con las mismas preguntas, Jesús nos señala el ejemplo de los niños.
De algún modo, como enseñó a Nicodemo al hablarle del bautismo, nos invita a nacer de nuevo. También a los bautizados que tantas veces sentimos endurecido nuestro corazón. Se hace necesario rogar para que Dios nos dé la gracia de la conversión.
Por ejemplo, con la oración a la Sagrada Familia con que el papa Francisco culmina su exhortación Amoris Laetitia sobre el amor en la familia:
Santa Familia de Nazaret,
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén.
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