«El órgano estaba solo, y, no obstante, el órgano seguía sonando…, sonando como sólo los arcángeles podrían imitarlo en sus raptos de místico alborozo”. En el relato de Maese Pérez el Organista, Gustavo Adolfo Bécquer retrata el poder evocador de la música, reflejo divino, capaz de recordar la melodía inagotable de los ángeles que, en la noche de la Navidad, anunciaron la manifestación de la gloria de Dios y de la paz para toda la humanidad. La música del anciano organista, entretejida por la devoción y la fe, parece resonar en los muros del monasterio de Santa Inés con la misma fuerza celestial, atravesando incluso la muerte, para hacer presente el misterio de la Vida y de la Alegría. La Navidad es como un eco de esa armonía eterna, un tiempo para abrir el corazón a la presencia de un Dios tan cercano que nace entre los hombres llenando el mundo de la esperanza de la redención. Por eso, la Navidad es mucho más que una celebración anual, es la irrupción del amor infinito de Dios en la historia humana. En el humilde pesebre de Belén, se revela el infinito amor de Dios por la humanidad. El Hijo eterno de Dios se encarna, asume la naturaleza humana para que el hombre pueda ser elevado y compartir la vida divina.
Este gesto de amor supera todo entendimiento humano, y muestra una pedagogía desconcertante, porque el Dios infinito y omnipotente no se manifiesta en el poder o la gloria terrenales, sino en la pequeñez, en la dependencia, en la vulnerabilidad de un niño, que es la realidad misma del amor divino que se ha encarnado. Este amor es también una llamada para nosotros. La Navidad nos invita a corresponder al amor de Dios con un corazón abierto y dispuesto a amar, siendo conscientes de nuestra dignidad de hijos de Dios, y de que dicha dignidad nos impulsa a vivir este amor en nuestras relaciones diarias, especialmente con los más pequeños y necesitados.
La venida de Jesús trae una paz que el mundo no puede dar, porque no consiste sólo en la ausencia de conflictos, sino en una reconciliación profunda con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con la creación. Esta paz es un don que Jesús nos ofrece, y también una tarea en construcción, que nos corresponde realizar, porque, por desgracia, en nuestros días, la paz está quebrada en diferentes lugares del mundo, y también en Tierra Santa. La paz que Cristo trae no es una realidad pasiva, sino un dinamismo vivo que ha de transformar los corazones de las personas y el mundo entero. En un mundo plagado de divisiones y conflictos, la Navidad nos desafía a ser artífices de paz. Esta tarea comienza en lo más íntimo de nuestro corazón y se extiende a nuestras familias, comunidades y sociedades. La paz de Jesús nos capacita para perdonar, para tender puentes y para buscar la justicia con misericordia.
Todo el misterio de la Navidad está atravesado por la esperanza. En el niño de Belén encontramos la certeza de que no estamos solos, de que Dios ha entrado en nuestra historia para redimirla. Esta esperanza no es un sueño ingenuo, sino una virtud segura que nos impulsa hacia adelante, incluso en medio de las adversidades. La esperanza cristiana tiene su fundamento en la fidelidad de Dios, que en la Encarnación de su Hijo inaugura un nuevo tiempo para recuperar lo que estaba perdido y sanar lo que estaba enfermo. Romano Guardini señala que la esperanza cristiana no es una idea abstracta, sino una realidad viva que nace de nuestra relación con Cristo: “Esperar en Cristo significa estar seguros de que Él está presente, actuando, conduciendo la historia hacia su plenitud. La esperanza no elimina el sufrimiento, pero lo llena de sentido.”
La esperanza nos lleva a mirar más allá de nosotros mismos y a comprometernos en la construcción de un mundo más humano y solidario. En el contexto del próximo Año Jubilar 2025, la llamada a la esperanza adquiere una relevancia especial. Es un tiempo para redescubrir la belleza de nuestra fe y renovar nuestro compromiso con la misión que Dios nos confía. La celebración de la Navidad no se limita a recordar un evento del pasado; es una invitación a vivir el presente con la luz que emana de Belén. Como enseña San León Magno: “Hoy ha nacido nuestro Salvador; alegrémonos. No puede haber lugar para la tristeza, cuando acaba de nacer la vida” (Sermón 1 en la Natividad del Señor). Este júbilo no es superficial ni pasajero. Es la alegría profunda de saber que Dios está con nosotros, que su amor nos sostiene y nos llama a ser instrumentos suyos en el mundo. La Navidad es la fiesta de la presencia de Dios.
“¡Miradle! ¡Miradle!”. La exhortación de la hija de Maese Pérez a contemplar el milagro de la noche de Navidad, un órgano que toca solo y que trae, del más allá, la destreza del organista fallecido, nos invita a meditar el auténtico sentido de la Navidad: un tiempo para contemplar el nacimiento de Cristo y renovar nuestro compromiso de vivir como testigos del amor de Dios, portadores de su paz y sembradores de esperanza. La Navidad es una ocasión para contemplar el misterio del amor de Dios, dejarnos transformar por la nueva vida que Jesús nos trae y renovar nuestra esperanza en el cumplimiento de sus promesas. Sigamos el ejemplo de María, que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19). Al igual que la música de Maese Pérez elevó la mirada de muchos, también hoy la Navidad nos llama a elevar nuestro espíritu hacia el misterio de la Salvación de Dios. ¡Santa y Feliz Navidad!
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
(Publicado en Diario de Sevilla 24-12-2024)
The post No puede haber tristeza cuando nace LA VIDA first appeared on Archidiócesis de Sevilla.
————————————————————————————————————————————————————————————
El anterior contenido fue publicado en: