La mayoría de psicólogos apuntan en la misma dirección: los rasgos narcisistas han aumentado en los últimos tiempos. Personalidades complicadas que se creen el centro de la galaxia y grandes del universo (de España se queda pequeño, claro), egocéntricos exagerados y vivientes de una realidad paralela al mundo.
A la sensación de sentirse superiores sin haber logrado nada y la necesidad de generar continuamente admiración en los demás sin haber conseguido algo sorprendente a ojos del resto, los narcisistas tienen la capacidad innata de hablar mal por detrás para socavar reputaciones. También son expertos en manipular historias y siempre son las víctimas de cualquier evento que les suceda. Se meten en vidas ajenas o incluso son generosas en apariencia, y procuran ridiculizar a sus objetivos delante del resto. La envidia les corroe por dentro y son incapaces de soportarla. Necesitan que la persona que les quita protagonismo muera, de metafórica, y para ello son capaces de todo, incluso de formas muy sutiles.
¿Es posible convertirse en un narcisista si uno sabe que es un ser infinitamente pequeño comparado con Dios?¿Es capaz de creerse Dios alguien que se confiesa y reconoce en el confesionario que es imperfecto?¿Es probable que una persona que busca la perfección del corazón acabe siendo un problema para su entorno y el resto de la sociedad? Responder a estas preguntas resulta excesivamente sencillo, aunque siempre hay algún narcisista que se oculta tras aparente religiosidad.
La principal razón, por tanto, de la pandemia de narcisismo que afecta occidente se encuentra en la ausencia de Dios, que ha servido de caldo de cultivo para que el endiosamiento personal se convierta en una constante en personas de casi cualquier edad. La falta de humildad sumado al constante bombardeo de mensajes como “eres capaz de cualquier cosa si te lo propones” han servido de base a una sociedad condenada al fracaso moral y social por estas razones.
Las consecuencias de ello son, además, nocivas para el conjunto de un pueblo. Muchas de las tradiciones, organizaciones y actividades que tienen lugar en una sociedad surgen de la generosidad de un conjunto de personas que, por una razón superior a ellos, dedican parte de su tiempo a una causa. Desde dicha generosidad tienen lugar multitud de pequeñas acciones que mejoran la vida de los demás y convierten la existencia en un valle de lágrimas más agradable.
Frente al narcisismo, la Iglesia cuenta con el mejor de los antídotos: la confesión. El confesionario recuerda al hombre su incapacidad para asemejarse a Dios. Su imperfección brilla durante el examen de conciencia y le impide sentirse, a veces, un hombre digno de saberse hijo de Dios. Es por ello que la actual situación exige una respuesta activa de la Iglesia, que obligue al hombre a saberse humano y, por tanto, imperfecto.
El mundo necesita de la Iglesia, aunque no lo sepa.
Borja Quintana
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