«El mejor recuerdo que puedo compartir de mis treinta años en misión, en Zimbabue, es que yo he recibido más de lo que he podido darles a ellos, y mi corazón se ha llenado en todos esos años allí. Y si tengo un mensaje que ofrecer, sería el grito a mis compañeros sacerdotes, religiosos, laicos, de que la misión merece la pena. La mesa del banquete del Señor la tenemos que llenar entre todos. ¡No nos quedemos parados!». Así resumía su estancia como misionero en África y recordaba el lema del Domund de este año, «Id e invitad a todos al banquete», el misionero Serafín Suárez, de la Archidiócesis de Mérida Badajoz y miembro del IEME, quien, desde hace apenas un año, se encuentra en España ayudando en la sensibilización de la Misión, como hizo estos días en nuestra diócesis, visitando colegios y comunidades religiosas.
Regresar, después de tantos años, de África, no fue tarea fácil. «Al fin y al cabo, vuelves a tu casa, pero cuesta dejar la misión, la gente, la realidad que estabas viviendo allí. Al mismo tiempo soy consciente de que, para que haya misioneros fuera, tiene que haber otros que, aquí, animen la misión. Y esa es la tarea que me toca a mí en estos momentos».
Llegó a Zimbabue en el año 94. Hacía poco tiempo que el país se había independizado, y la primera sensación era de que las cosas «todavía funcionaban». «Había sido colonia inglesa, no parecía un lugar especialmente empobrecido y la Iglesia estaba realmente floreciente. Era una Iglesia en crecimiento», explica. Sin embargo, con el paso del tiempo y «haciendo un poquito de balance, desde el 94 hasta ahora», afirma, «te das cuenta de cómo se ha ido deteriorando todo, comenzando por la capa social del país». De tal manera que se podría afirmar que «hoy ya se vive en una pobreza, no voy a decir que extrema, pero sí que la gente está sufriendo y mucho. A nivel eclesial, tras ese florecimiento, puede verse también cómo la crisis vocacional también está ya golpeando estos países», aunque el número de religiosos y sacerdotes nativos continúa creciendo y siendo numeroso.
Tras años de estudio tanto del inglés, lengua oficial, como del «Ndebele», una de las cuatro lenguas locales mayoritarias, comenzó su labor atendiendo cincuenta comunidades. Salía los miércoles de la misión y regresaba el domingo. «Iba por carreteras por donde solo pasaban las cabras –recuerda–, y llegaba a las comunidades más lejanas. Lo más gratificante era poder estar con la gente, vivir en sus chozas, comer lo que ellos comían, compartir sus gozos y también sus penas. Y después regresaba el domingo para descansar y charlar con el compañero de la misión, que eso es también fundamental. Cogía un poquito de fuerzas y el miércoles siguiente, otra vez de nuevo a la lucha». Durante todos esos años abrieron nuevas misiones, intentando recortar ese territorio de más de 200 kilómetros que les tocaba cubrir y que era tan amplio y tan distante que les impedía «acercarte a la gente, o por lo menos acercarte como a ti te gustaría. Tocar, tocar realmente la vida del pueblo». Así, desde la primera misión en la que estuvo, con cincuenta comunidades, fueron abriendo dos misiones más en medio del terreno, con la suerte de que otros misioneros y sacerdotes locales han podido estar presentes en esas nuevas realidades.
Y ¿cómo es abrir una nueva misión? ¿Cómo acoge el pueblo africano a los misioneros que llegan por primera vez a sus aldeas? El padre Serafín constata que «el pueblo africano, de por sí, es un pueblo abierto y acogedor, además de religioso. Y cuando tú le presentas la buena noticia del Evangelio, cuando le presentas a un Dios que es Padre, a un Dios que viene a salvarle y que viene a traerle también la buena noticia, ese mensaje que es un mensaje de liberación para ellos, ellos se abren y acogen. Y así, la iglesia crece». Con todo ello, aún así el misionero alerta del problema de la presencia, cada vez más numerosa, de las sectas y las iglesias evangélicas. «En países donde se palpa la miseria, estas iglesias ofrecen el evangelio de la prosperidad, que al final, se queda en nada, pero cuando tú no tienes nada y te ofrecen de todo, es inevitable que ellos se vean atraídos». Y pone el ejemplo de promesas de curaciones de enfermedades como el Sida –aún un grave problema en África–, donde las sectas les convencen de que, simplemente con la imposición de las manos, será posible que se curen, sin necesidad de medicinas –muy difíciles de conseguir, por otro lado–. «Al final, el resultado es la muerte del enfermo», explica el misionero.
Lo recaudado por el Domund es vital para los países de Misión. «Muchos se preguntarán, ¿qué ha sido de lo que yo aporté el año pasado? –se pregunta el misionero–. Pues, desde mi experiencia de 30 años en la misión, solo puedo decir a todos: Muchísimas gracias porque vuestra ayuda nos llega y con ella podemos hacer muchas cosas«. Residencias de ancianos, clínicas, colegios de Primaria y Secundaria, pozos. Son algunas de las labores que desde la misión del padre Serafín se impulsaron en las décadas en las que vivió en Zimbabue. Además, «hay una cosa que es clara». Se trata del coche. Parece ser que las ONG, según la experiencia del padre Serafín, no suelen querer colaborar para comprar coches para la misión. «Piensan que no es algo fundamental», dice. «Sin embargo –explica–, el coche es clave en la vida de la misión, porque el hospital más cercano está a 300 kilómetros. Y tienes que ir no menos de cinco, seis, siete u ocho veces al mes con el coche a llevar enfermos desde la misión al hospital. Enfermos ya en condiciones muy críticas. Y si no fuera por el coche de la misión, no podrían salvarse. ¿Cuántas vidas no habremos salvado, cuántos niños no habremos ayudado a nacer precisamente con la ayuda del Domund?» No tienen medios para pagar el transporte, como tampoco los tienen para ayudar al sostenimiento de sus propias diócesis. «El único subsidio que tienen las diócesis, su única fuente de ingresos, es lo que las Obras Misionales Pontificias ofrecen cada año, es decir, lo que viene del DOMUD». Y es que los ingresos allí son inexistentes, en las colectas de las eucaristías los fieles no dan dinero porque no lo tienen. «Sin embargo, unos aparecen con una gallina, otros con una mazorca de maíz… es su tesoro y así te lo ofrecen. Es lo que, después, compartimos entre todos, porque no te lo quedas tú».
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