Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Hoy el Evangelio nos trae una de las páginas más luminosas y exigentes del Evangelio: la parábola del buen samaritano.
Y lo hace en forma de respuesta a una pregunta que atraviesa los siglos y resuena hoy con una urgencia estremecedora: “¿Y quién es mi prójimo?”
No es una pregunta teórica, es una interpelación directa. Porque nuestra fe no se mide en palabras o ritos, sino en la capacidad concreta de amar y de hacernos prójimos de quien sufre.
La primera lectura del Deuteronomio nos dice algo fundamental:
“Este mandamiento que te doy no es superior a tus fuerzas (…), está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas.”
Dios no nos pide cosas lejanas ni imposibles. Nos pide amar. Y ese amor está inscrito en lo más profundo de nuestro ser.
Cuando olvidamos esto, cuando el corazón se enfría o se endurece, comenzamos a ver al otro no como hermano, sino como amenaza. Y eso es lo que está pasando hoy en nuestras sociedades.
San Pablo, en la segunda lectura, nos muestra el rostro de Cristo como imagen del Dios invisible. Y es precisamente en el Evangelio donde vemos ese rostro con más claridad:
Jesús nos presenta a un hombre herido, abandonado al borde del camino, y a tres personajes que lo encuentran: dos religiosos que pasan de largo, y un samaritano –extranjero y despreciado– que se detiene, se compadece, cura y cuida.
Es evidente que el buen samaritano es Cristo mismo, que se acerca a nuestra miseria y no pasa de largo ante nuestras heridas.
¿Y nosotros? ¿Pasamos de largo?
Queridos hermanos: la parábola no es un cuento bonito. Es un espejo.
Y al mirarnos en él, tenemos que preguntarnos: ¿A quién dejamos tirado en nuestros caminos? ¿Quiénes son hoy los heridos a los que no queremos mirar?
No hace falta ir muy lejos para verlos. Están aquí, entre nosotros: migrantes, refugiados, personas sin papeles, que llegan con miedo, esperanza y ganas de construir una vida digna. Y lo que encuentran demasiadas veces no es una mano tendida, sino indiferencia, sospecha o rechazo.
Vivimos en un país, como en el resto de Europa, en el que cada vez, muy a menudo, existen episodios muy dolorosos de xenofobia y exclusión, muchas veces como consecuencia de discursos políticos que criminalizan al extranjero y siembran miedo en lugar de esperanza.
Y mientras tanto, muchos cristianos callamos, pasamos de largo… o incluso apoyamos esas actitudes, olvidando el Evangelio que proclamamos.
¿Y quién es mi prójimo?
La pregunta del doctor de la Ley era: ¿quién es mi prójimo? Pero Jesús cambia la perspectiva:
“¿Quién se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”
Ya no se trata de limitar el amor a los cercanos. Se trata de ensanchar el corazón hasta que quepa en él todo el que sufre, aunque no tenga nuestros papeles, nuestra lengua o nuestra fe.
Cristo no nos pide simpatía. Nos pide compasión activa. Amor que cura, que carga, que entrega.
No podemos ser cristianos sólo en misa y cerrar los ojos ante los que sangran en nuestras calles, orillas o fronteras.
No podemos comulgar con el Cuerpo de Cristo y despreciar a quienes son su cuerpo herido hoy.
Jesús nos lo dice sin rodeos: “Anda y haz tú lo mismo.”
No basta con conocer la parábola, hay que vivirla.
Hoy, en esta Eucaristía, se nos da la oportunidad de renovar nuestro sí al Evangelio. De decidirnos a ser prójimos, a ser samaritanos en un mundo que ha perdido el sentido de la fraternidad.
Pidamos al Señor que no nos deje pasar de largo.
Que su Cuerpo entregado nos haga capaces de ver y detenernos, de mirar y conmovernos, de amar y actuar.
Y que María, la madre que acompañó a su Hijo herido hasta la cruz, nos enseñe a no tener miedo de acercarnos a los heridos del camino.
Porque allí, en ese rostro sufriente, nos espera Cristo mismo.
Amén.
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