Hace unas semanas viví algo que todavía me golpea el corazón, y sentí que valía la pena contarlo, no por mí, sino por lo que Dios hace en silencio.
Después de casi diez años, me volví a encontrar con una joven a la que había acompañado cuando era niña en uno de los centros juveniles de Fasta de Argentina (Ruca Champaquí) En ese tiempo, yo celebraba la Santa Misa para el grupo, compartíamos caminatas, juegos, confesiones, charlas simples pero profundas… cosas que para mí fueron parte de la rutina misionera y pastoral de aquellos años. Con el paso del tiempo, como tantas veces sucede, cada uno siguió su camino. Ella se alejó del centro juvenil, sin ruido, sin conflicto, simplemente la vida avanzó.
No supe más de ella.
Hasta que, por esas cosas que solo Dios entiende, la vida la llevó a Valencia por trabajo. Y aquí, sin buscarlo mucho, nos volvimos a encontrar. Quedamos en vernos. Yo fui con alegría, pero también con esa cautela que uno lleva cuando no sabe qué va a encontrar.
No me esperaba lo que pasó.
Me recibió con un afecto genuino, de esos que no se inventan. Me habló de su infancia en el centro juvenil como si hubiera sido ayer. Mientras la escuchaba, me sorprendía que recordara cosas y rostros que yo había olvidado. Pequeños gestos que, en su momento, para mí fueron apenas parte del día. Para ella, no.
Este encuentro me recordó la parábola del sembrador: muchas veces no vemos los frutos inmediatos de nuestro trabajo o acompañamiento. Hay semillas que parecen dormidas, ocultas, olvidadas, pero Dios las mantiene vivas. Él sabe cuándo es el momento de hacerlas florecer.
Como sacerdote, y también como cualquiera que siembra en la vida de otros, recordé que lo que hacemos con amor y fe no se pierde, aunque no veamos los resultados. Y a veces, años después, aparece un brote que nos sorprende y nos conmueve.
Salí de ese encuentro con una mezcla de asombro y gratitud, porque hay cosas que quedan guardadas en el alma, aunque parezcan dormidas. Y a veces, solo a veces, vuelven en forma de abrazo, de recuerdo, o de mirada que agradece sin decirlo.
No sé cómo continuará esta historia. No sé si este reencuentro es un comienzo, un regreso, o simplemente un guiño de Dios para recordarme algo que necesitaba volver a creer. Lo que sí sé es que Él tiene paciencia, y que nada de lo que se siembra con fe se pierde.
Y sé también que hay semillas que no mueren, aunque el tiempo pase y parezca que nada quedó. Y que Dios tiene una paciencia que nosotros no entendemos ni imaginamos
Tal vez esta semilla vuelva a brotar. O tal vez siga oculta, esperando su tiempo. Eso lo sabe solo Dios. A nosotros nos toca seguir sembrando y dejarnos sorprender por los planes y tiempos de Dios.
Con mi bendición
P. Lisandro Scarabino
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