El matrimonio es una caja de sorpresas. Si, a lo largo de los años, eres capaz de conservar aquella mirada enamorada, capaz de admirarse ante cualquier circunstancia, y no te dejas llevar por la rutina mala, la que todo lo avejenta, el matrimonio te regala momentos de un placer inesperado. Un placer muchas veces diferente al que solemos identificar con esta palabra, pero placer, al cabo, si por tal entendemos lo que refleja la primera acepción del diccionario de la RALE: agradar o dar gusto.
El amor es vulnerable. La persona amada también lo es. En nuestro caso, yo soy más vulnerable que Loles, por lo menos a los virus y bacterias. A Loles, en cambio, nadie en casa la recuerda enferma. Pero esta semana las tornas han cambiado.
El sábado pasado, pedaleábamos por un sendero de una montaña en una agradable excusión matrimonial en bicicleta cuando, de pronto, Loles perdió el equilibrio y se cayó por el talud de la ladera inferior, con tan mala fortuna que la bici le cayó encima de la rodilla y se rompió la meseta de la tibia (lugar de nuestro esqueleto de cuya existencia me enteré ese mismo sábado).
Una inmovilización de la pierna de un hombre desde el pie hasta la ingle es, ciertamente, un trastorno familiar; pero la de una mujer es una verdadera tragedia. Una vez logré salir del primer atolladero y, tras intentar infructuosamente que caminara con un bastón improvisado, conseguí cargarla a mis espaldas y bajarla hasta la pista más cercana, donde pude recogerla con el coche y llevarla al hospital, me predispuse a lo que se avecinaba.
Pero, la vida y esta aventura insondable que es el matrimonio me deparaban una experiencia insospechada: el placer del cuidado matrimonial.
De pronto, te encuentras a la persona que más quieres literalmente en tus manos, completamente dependiente de ti, y se dispara una especie de ternura que es pasión, casi adicción, al mismo tiempo. Ayudarla a levantarse, a vestirse, a ducharse; rodearla con mis brazos y aligerar el peso de la pierna escayolada mientras intercambiamos un intenso beso de agradecimiento mutuo; llevarla con el máximo cuidado en una silla de ruedas prestada; sentarla con suavidad en el sofá de la sala; prepararle el desayuno que más le gusta y como a ella le gusta; poner los mil sentidos que tantas veces, en el día a día, dejo olvidados, para recordar todos sus deseos y adivinar sus pensamientos; compartir con ella el momento del dolor con la máxima empatía; rezar con intensidad durante la operación y mirarla secretamente cuando, medio dormida, intenta olvidar el sufrimiento postoperatorio; gestionar las llamadas y mensajes a la familia y amigos para que todos la puedan tener en cuenta; escribirle este post mientras ella intenta conciliar el sueño…
¡Qué mundo más maravilloso, qué vivencia más paradójica, qué horizonte más imprevisible, que placer más impetuoso me ha descubierto, una vez más, el amor después de cuarenta años de matrimonio!
Claro que, para vivir esta experiencia, hace falta tener una mujer como ella, capaz de expresar en cada mirada el más profundo y humilde agradecimiento por cualquier mínimo detalle como si no lo mereciera y, por supuesto, sin ser consciente de que soy yo quien está de verdad agradecido por haberme dado la oportunidad, con su entrega callada y delicada, de crecer una vez más como persona a su estela inalcanzable.
Y pienso que, por hoy, no hace falta decir más.
Javier Vidal-Quadras Trías de Bes
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