Samuel Huesca, del Servicio Diocesano de Pastoral Penitenciaria, invita en este artículo a tomar conciencia de cómo la Navidad, vivida desde la prisión y la ausencia, revela el impacto humano del encarcelamiento en las personas privadas de libertad y en sus familias
La Navidad tiene una forma particular de doler cuando se vive desde la ausencia. No es solo una fecha marcada en rojo en el calendario ni un tiempo festivo que interrumpe la rutina: es una atmósfera que lo invade todo, una especie de niebla emocional que se filtra por la memoria y agranda lo que falta. Para quienes están privados de libertad, y para las familias que esperan al otro lado del muro, la Navidad no llega envuelta en luces ni en canciones conocidas, sino en silencios espesos, en pensamientos que regresan una y otra vez al mismo punto, en relojes que parecen avanzar con una lentitud casi cruel. Llega, sobre todo, como una certeza difícil de apartar: la de no estar donde se debería estar.
En prisión, el tiempo navideño no suaviza el encierro; lo acentúa. Cada gesto cotidiano, repetido cientos de veces a lo largo del año, adquiere una densidad distinta cuando afuera el mundo se reúne. El recuento se hace más pesado, el patio más vacío, la comida más insípida, el sonido de las puertas metálicas más definitivo. No hay mayor contraste que escuchar hablar de familia cuando la propia está lejos, fragmentada, sostenida únicamente por llamadas breves y recuerdos que empiezan a desgastarse. La Navidad no consuela: expone. Pone delante lo que duele y no permite esquivarlo.
Mientras tanto, en muchas casas, durante estos días, hay una silla que no se usa. Nadie la retira. Nadie la ocupa por error. Nadie pregunta por qué sigue ahí. Es una silla que se mantiene como un gesto silencioso de fidelidad. Es la silla del hijo que no vuelve, del hermano ausente, del padre o de la pareja que no puede cruzar la puerta. Esa silla organiza la mesa y también el ánimo. Se convierte en una presencia muda que acompaña cada conversación, cada brindis contenido, cada intento de normalidad.
La ausencia no se llena con llamadas medidas en minutos ni con vis a vis apresurados que terminan demasiado pronto y dejan un sabor amargo. Tampoco se compensa con regalos ni con palabras de ánimo bienintencionadas. La ausencia se vive. Se soporta. Se aprende a llevar como se puede. A veces con dignidad, a veces con cansancio, a veces con una rabia que no encuentra destinatario. En Navidad, esa ausencia pesa más porque todo alrededor parece diseñado para recordarla.
Las familias de las personas privadas de libertad también cumplen condena en estas fechas. Preparan la mesa sabiendo que falta alguien. Cocinan para más de los que son. Repiten gestos heredados de otros años como si así pudieran mantener algo intacto. Sonríen para los niños. Bajan la voz cuando alguien menciona el nombre del ausente. Y cuando la casa se queda en calma, cuando ya no hay que sostener nada para nadie, el dolor aparece sin pedir permiso. Porque el encarcelamiento no castiga solo a quien cometió el delito: alcanza a todo su entorno y se instala en la vida cotidiana de quienes esperan. En Navidad, esa realidad se vuelve especialmente visible, casi insoportable.
Dentro de la prisión, la Navidad actúa como un espejo incómodo. Obliga a mirar de frente aquello que durante el resto del año se intenta mantener a raya. Obliga a reconocer que los propios actos no solo causaron daño en su momento, sino que siguen produciéndolo ahora, de manera prolongada, silenciosa, constante. Que el sufrimiento no terminó con la condena, sino que se extendió en el tiempo y se multiplicó en quienes más se quiere.
Hay un arrepentimiento que no tiene palabras. No es el arrepentimiento formal del expediente ni el que se pronuncia ante un tribunal. Es otro, más hondo, que aparece cuando cae la noche y el ruido del módulo se apaga. Entonces la mente viaja a lugares concretos: a una cocina determinada, a una mesa conocida, a unas manos que ponen platos con un gesto aprendido, a una risa que ya no se escucha pero sigue viva en la memoria. Y llega la certeza de haber añadido sufrimiento a quienes no se merecían cargar con él. De haber convertido el amor en espera. De haber transformado una celebración compartida en una ausencia prolongada. En Navidad, ese arrepentimiento no duerme. Acompaña. Interroga. Duele.
La institución penitenciaria intenta, a veces, suavizar estas fechas. Algún adorno improvisado, un menú distinto, una actividad simbólica que pretende introducir un aire festivo en un contexto que no lo es. Pero nadie confunde eso con una celebración real. La Navidad auténtica es vínculo, es pertenencia, es calor compartido. Y eso no se puede reglamentar ni repartir por turnos. Para muchos internos, el día 25 de diciembre o el 6 de enero no son festivos: son días especialmente largos. Días en los que el aislamiento se hace más evidente y la soledad más ruidosa. Días en los que la esperanza flaquea y el endurecimiento aparece como una forma de protegerse del dolor.
Fuera, sin embargo, hay quienes siguen esperando. Madres que no se rinden aunque el cansancio se acumule. Parejas que sostienen como pueden una vida marcada por la distancia. Hijos que preguntan cuándo volverá papá o mamá sin entender del todo por qué no puede ser ahora. La Navidad de estas familias no es ingenua, pero tampoco está vacía. Es una Navidad hecha de resistencia cotidiana, de llamadas contadas, de paquetes preparados con cuidado, de cartas escritas y releídas hasta aprenderlas de memoria. Ellas también viven una espiritualidad forzada: la de aprender a amar sin presencia, a perdonar sin garantías, a seguir adelante sin certezas. Son las grandes invisibles del sistema penal.
No hay moraleja dulce en todo esto. La Navidad en prisión no redime por sí sola ni borra responsabilidades. No repara automáticamente el daño causado ni devuelve el tiempo perdido. Pero sí revela algo esencial: que la cárcel no es un paréntesis emocional, sino una herida que atraviesa biografías completas, fechas señaladas y vínculos profundos. Una herida que se reactiva cada vez que el mundo celebra algo que no se puede compartir.
Quizá por eso estas fechas deberían servirnos, como sociedad, no para mirar hacia otro lado, sino para detenernos y pensar qué hacemos con el dolor que producimos cuando castigamos sin cuidar, cuando aislamos sin acompañar, cuando hablamos de reinserción mientras multiplicamos las rupturas. Porque cuando pase la Navidad, cuando vuelvan los días ordinarios y el ruido del mundo se normalice, el encierro seguirá ahí. Y la silla vacía también.
Y aun así, aunque cueste decirlo, mientras haya alguien esperando, mientras exista una mesa donde se deje sitio, mientras haya una memoria que se resista a olvidar, no todo estará perdido. Pero no confundamos esperanza con olvido. La esperanza verdadera empieza cuando somos capaces de mirar esta realidad de frente, sin adornos ni luces artificiales, y aceptar que hay Navidades que no se celebran. Se atraviesan. Se sobreviven. Y dejan una quemazón profunda en el espíritu que solo puede transformarse si somos capaces de asumir, con honestidad y humanidad, todo lo que está en juego cuando privamos a alguien de libertad y, con ello, separamos a quienes más se quieren precisamente en los días en que más duele estar lejos.
Samuel Huesca Triano, jurista
La entrada Navidad tras los muros: Donde la ausencia se sienta a la mesa se publicó primero en Diócesis de Salamanca.
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