El sacerdote Antonio Matilla inaugura su nueva columna de opinión en la web diocesana con una reflexión sobre su reciente jubilación como canónigo y deán del Cabildo. “En esto de rezar no hay, ni debe haber, jubilación”, afirma, señalando que su compromiso con la Iglesia y su vocación no termina con su retiro
El pasado 16 de diciembre, al cumplir 76 años, después de un año de prórroga, me he jubilado co25mo canónigo en activo y, por ende, como Deán del Cabildo de la Catedral, para pasar “a mejor vida” como canónigo emérito, cuya única obligación –moral- es seguir rezando la Liturgia de las Horas en comunión con el resto del Cabildo y de la Iglesia.
En esto de rezar no hay, ni debe haber, jubilación. Y hablando de jubilación, hace años que digo, en público y en privado, que hay cuatro cosas de las que no pienso jubilarme voluntariamente: de zamorano, de persona, de cristiano y de cura.
Muchos feligreses, familiares y amigos me han aconsejado que descanse, que me lo tengo merecido y todas esas cosas que se suelen decir. A todos ellos, y a quienes piensen de modo similar, va dedicado este articulito.
Para algunos sacerdotes diocesanos las circunstancias de jubilación han cambiado por razones pastorales en los últimos años; razones pastorales aparentemente contrarias en una época y en otra, con un obispo u otro, pero siempre buenas razones por el bien pastoral de la diócesis.
Sea como fuere, y como las mencionadas razones no dependen de mi voluntad, de mí sé decir que siempre imaginé una jubilación activa, inspirada, entre otros motivos, por mi experiencia de lidiar con un cáncer hematológico a lo largo de los últimos once años. Me vino bien, para mi salud espiritual y corporal estar activo pastoralmente, con cortos períodos de interrupción y obligado retiro, solo uno de ellos ingresado en el hospital durante apenas seis días. Neumonía, herpes zoster y cuatro contagios de Covid-19 propiciados, posiblemente, por exceso de estrés pastoral. Durante estos años ha sido difícil discernir prudentemente cuándo debía acelerar el ritmo y cuándo frenarlo y si debía dejarme tentar por la pereza o excluirla de la dieta espiritual. La prudencia es un arte difícil.
Ser sacerdote jubilado no significa renunciar a lo que me enseñaron en la familia, en los scouts, en la parroquia –sobre todo D. Heliodoro Morales, que santa gloria haya- y en el Seminario. No significa renunciar a la actitud de servicio, que ha sido mediada durante los últimos sesenta y pico de años por la promesa scout y la Promesa de obediencia (“¿Prometes obediencia y respeto a mí y a mis sucesores?”): obispos y vicarios tiene la Santa Madre Iglesia. Y médicos (sobre todo mujeres médicos) tiene la Seguridad Social que me han ayudado a tomarme aún más en serio la obediencia, que tiene dos dimensiones: la pasiva (obedecer aunque no lo entiendas o no estés de acuerdo de momento) y la activa (obediencia dialogada procurando entender y rezar los mandatos y encomiendas para mejor poder cumplirlas).
Y como “para vivir en libertad Cristo nos ha liberado (Gál 5)”, a un cristiano, aunque sea cura, no le es lícito renunciar al pensamiento y a los deseos propios, mediados por la oración personal, por el diálogo y la corrección fraternas; también las experiencias vividas a lo largo y ancho de sesenta y más años de misión, la formación recibida u honradamente buscada y las vocaciones secundarias que puedan surgir del compromiso bautismal, diaconal o sacerdotal, y de los más profundos deseos nacidos en el hondón del alma, que también los curas tenemos derecho a tener alma, corazoncito, hondón y almario (sí, almario, tal como sugirió mi maestro D. Miguel de Unamuno).
La actitud de servicio, de la que no debe jubilarse uno (“no ha venido a ser servido sino a servir y para dar su vida en rescate por todos” Mt 28), cuando es ejercida por los que no somos dioses, sino imagen de Dios, tiene una condición previa que se debe respetar y que es como el marco de un cuadro muy valioso: “no estorbar”; sobre todo no estorbar la acción del Espíritu Santo, pero tampoco estorbar a la misión dignamente cumplida por tantos obispos, sacerdotes y tantas y tantos bautizados. Para no estorbar es conveniente tener la mente despierta por la inteligencia natural y la mejor formación posible, el corazón y el almario limpios a base de llenarlos de Evangelio leído y orado, una pizca de sentido común, dos fanegas de alegría y tres megavatios de humor. En este contexto el sentido común podría tener alguna relación con lo de Juan el Bautista: “Es necesario que Él crezca y yo disminuya (Jn 3). Muy de Adviento.
Dentro de la necesaria libertad de pensamiento y explorando los rincones de mi almario y los archivos de mi “memoria histórica” y mi experiencia pastoral en particular y humana en general, me gustaría –y tengo previsto hacerlo mientras el cuerpo aguante- aprovechar mi jubilación parcial, o sea mi condición de canónigo emérito, para profundizar y escribir y publicar sobre un par de cosas mientras sigo paseando por la vida:
Terminar mi investigación comenzada sobre el surgimiento de la autoconciencia de D. Miguel de Unamuno en sus “cuadernos de juventud”, leídos y profusamente anotados por mí en un montón de folios y recientemente publicados –los cuadernos de juventud- por el profesor granadino Miguel Ángel Rivero Gómez.
Partir de mis largos años de servicio a una asociación pública de fieles, el Movimiento Scout Católico, para investigar sobre la manifestación del “sensus fidei” en el laicado católico consciente de su misión en la Iglesia y en el mundo y su influencia en los muchos avances experimentados durante los últimos cien años –o más- por la Doctrina Social de la Iglesia, tan desconocida todavía entre los católicos.
En la presentación de su libro: “Linfoma. LCM con amor y humor”
Circunstancias personales y diocesanas, fácilmente señalables, me han impedido hasta ahora desarrollar estas facetas de mi misión. No aspiro a poner una pica en Flandes, pero sí a poner un poco de orden y de oxígeno en mi cabeza y en mi corazón. Y si a alguien le sirve de algo, habrá sido una buena jubilación. Si no, espero que al menos me sirva a mí.
Es evidente que el Escultismo católico es una de las muchas asociaciones públicas de fieles, ni más ni menos importante. Cada uno accedemos a la realidad de las cosas y a la experiencia de las mismas desde unas raíces concretas que no es legítimo ocultar. Por otra parte, si uno no es fiel a sus raíces concretas tendrá grave dificultad para comprender y comulgar con otras raíces diferentes a las suyas, pero todas componiendo la amplia Plaza Mayor de la catolicidad de la Iglesia.
Feliz Navidad.
Antonio Matilla, canónigo emérito
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