CATÓLICOS EN SALAMANCA – Pueblo mío, ¿qué te he hecho, en qué te he ofendido? ¡Respóndeme!

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Compartimos la meditación del vicario general, Tomás Durán, sobre la liturgia del Viernes Santo, publicada este mes de abril en el boletín Tres de mayo de la Ilustre Cofradía de la Santa Vera Cruz, en la que invita a vivir con profundidad el silencio y el sentido de este día santo

 

La Pasión del Señor, el Viernes Santo, es una celebración sobria, austera. El altar permanece desnudo (sin cruz, sin candelabros, sin manteles); no hay flores que adornen la iglesia; el órgano y otros instrumentos musicales solo pueden tocarse para acompañar el canto; las campanas guardan silencio. Así se manifiesta el dolor por la muerte de Cristo y se quiere evitar cualquier distracción que pudiera descentrarnos del misterio que se celebra: la pasión y muerte del Señor. Vamos a recorrerla.

La procesión de entrada se realiza con sencillez extrema: sin incienso, sin cruz y cirios, en absoluto silencio. Sin canto. El sacerdote, solo, vestido de rojo, como para celebrar la Misa, acompañado por los ministros, llega al altar y se postran rostro a tierra. La asamblea le acompaña de rodillas. Es el asombro y estupor del orbe. Uno de los tres de la Trinidad va a morir. Adoración suprema. Se levanta y, sin saludar, lee la oración inicial. Elige una de los dos posibles. Bellísimas. Sin pronunciar el Oremos.

Comienza la Liturgia de la Palabra. La primera lectura es el Canto del Siervo de Isaías (Is 52,13-53,12): una profecía de la Pasión del Señor. El Salmo responsorial (Sal 30,2.6.12-13; 15-17.25) es un eco de la oración de Cristo en la cruz: el dolor, la confianza, la súplica, el abandono. La segunda lectura (Heb 4,14-16; 5,7-9), texto bellísimo: las lágrimas de Cristo ante el que podía salvarle de la muerte. El versículo antes del Evangelio (Fil 2,8-9), sin aleluya. El Evangelio, la Pasión según San Juan (Jn 18,1-19,42). Hemos de escuchar estas lecturas con corazón abierto. La sola Palabra. Se recomienda una homilía breve. Que hable el silencio, los gestos, la desnudez de la liturgia.

La Liturgia de la Palabra concluye con la Oración Universal. No se puede sustituir por ninguna otra. Cada oración tiene dos partes: una que lee un ministro invitando a la oración; la otra parte la lee el sacerdote. Oramos por: la Iglesia entera, pastores y pueblo de Dios; por los catecúmenos; por la unidad de todos los cristianos; por el pueblo judío (antes del Concilio, en esta liturgia se les llamaba “pérfidos judíos”); por el pueblo musulmán; por los que viven en la increencia o ateísmo; por los gobernantes; por los pobres. Amplia oración, universal, resalta el espíritu y la letra del Concilio.

La segunda parte litúrgica es la adoración de la Cruz. El rito se desarrolla de la siguiente manera: se entra procesionalmente con la cruz, entre cirios encendidos, a la iglesia. Y puede haber dos posibilidades. La primera: se lleva cubierta con un velo morado y se va descubriendo progresivamente en el presbiterio. A cada parte descubierta —los brazos, primero, cabeza y cuerpo después— se canta: “Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo”. Y todos responden: “Venid a adorarlo”. La segunda forma es procesionar desde atrás del templo y, con la misma invocación y respuesta, alzarla tres veces para mostrarla a la asamblea.

Tras una breve adoración de todos, de rodillas, en silencio, el sacerdote —si lo considera oportuno, descalzo y sin casulla— la adora y besa. Seguidamente, todo el pueblo de Dios puede adorarla, uno a uno, acercándose a la cruz, con un beso o una sencilla inclinación. Mientras, la asamblea canta y aclama al Crucificado, Señor de la Gloria. Solo su Cruz. Al acabar la adoración, la cruz queda colocada en lo alto, cerca del altar, con dos candelabros encendidos para ser adorada haciendo una genuflexión ante ella.

La última parte litúrgica es la distribución de la Sagrada Comunión. El sacerdote, sin palio, acompañado de dos acólitos con velas encendidas, va a buscar el Santísimo y lo lleva hasta el altar. Previamente, este se ha revestido con un lienzo simple y el paño de los corporales. Se reza el Padrenuestro y se distribuye la comunión a los fieles. Al finalizar, se hace la reserva en una capilla lateral, o el sagrario.

Tras un breve silencio, el sacerdote hace una oración final y una oración sobre el pueblo. Y, sin despedir a la asamblea, se retira, omitiendo el “Podéis ir en paz”. Entramos al gran silencio del Sábado Santo. Mientras el grano de trigo está enterrado, no hay cosecha. Es el sábado de la esperanza. Un gran silencio envuelve la tierra. Espera de la Vigilia Pascual, madre de las vigilias.

Tomás Durán Sánchez
Vicario general y moderador de Curia de la Diócesis de Salamanca

 

*Artículo publicado en el boletín informativo “Tres de Mayo”. Salamanca: Cofradía de la Vera Cruz, Abril 2025. Pp. 8-9.

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