Hoy celebramos el VI Domingo de la Palabra de Dios, una iniciativa del Papa Francisco con la que quiere que comprendamos la importancia de la Palabra de Dios en nuestra vida diaria personal, en la vida de nuestras comunidades, en la vida de la Iglesia y en el mundo. No es una Palabra encerrada en un libro, sino que permanece siempre viva y eficaz, como luz que ilumina nuestros pasos y fuerza que renueva nuestros corazones. El lema que ha elegido para la celebración de este año 2025, Año Jubilar, es un versículo del Salmo 119: “Espero en tu Palabra” (Sal 119,74), un salmo que expresa el consuelo y la fuerza salvadora de la Palabra de Dios, gozo del corazón y puerta de entrada a la bienaventuranza.
Desde los primeros tiempos, los Padres de la Iglesia pusieron gran énfasis en la importancia de las Escrituras como fuente de sabiduría, guía moral y alimento espiritual, como elemento fundamental para quienes desean vivir conforme a los mandamientos de la ley de Dios, para aquellos que buscan cumplir su voluntad. Lo más esencial de la Palabra de Dios es su condición de verdad revelada. Jesucristo mismo afirmó: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17,17). San Agustín, en sus “Confesiones”, escribió: “Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva… Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y allí te buscaba”. Esta búsqueda de la verdad en la Palabra de Dios es esencial para la vida cristiana, ya que orienta al creyente hacia el conocimiento de Dios y de sí mismo.
La Palabra de Dios contiene la fuerza que transforma la vida del fiel: “La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón” (Heb 4,12). Esta transformación se manifiesta en la renovación de la mente y el corazón, y requiere nuestra colaboración activa, tal como recuerda san Gregorio Magno, en su obra Regla Pastoral, destacando que la Escritura no solo debe ser escuchada, sino vivida: “Que nuestras obras hablen tanto como nuestras palabras; pues el que predica con palabras pero contradice con su vida, destruye con sus acciones lo que edifica con su lengua”. Esta coherencia entre la palabra y la vida es fundamental para el progreso espiritual y para la acción evangelizadora.
Espero en tu palabra, espero en ti, Señor. Es importante la esperanza en la vida del cristiano. La espera en el Señor no es una actitud pasiva, sino una actividad interior que implica confianza, entrega, y una orientación hacia lo eterno. La esperanza está anclada en la Palabra de Dios; no se trata de una promesa vacía, sino de la seguridad de que lo que Dios ha dicho se cumplirá. Esperar en la palabra del Señor significa creer en la fidelidad de Dios, y vivir con la certeza de que Él no falla. El hecho de que Dios es fiel a sus promesas es una idea constante que atraviesa tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo Testamento, y que produce en nosotros alegría y confianza; porque la esperanza no es una idea abstracta o un optimismo ingenuo, sino una persona, viva y presente en la existencia de cada uno: Cristo crucificado y resucitado, el único que no nos abandona nunca, Él es nuestra esperanza (cf. 1Tim1,1)
Me gustaría acabar estas líneas con aquella cita tan profunda del profeta Isaías: “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía, sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo” (55, 10-1). Abramos con determinación y esperanza el entendimiento y el corazón a la Palabra de Dios, para que transforme nuestra vida entera, para que renueve la faz de la tierra.
+José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla
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