CATÓLICOS EN SALAMANCA – El aceite del consuelo y el vino de la esperanza

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El vicario general, Tomás Durán, reflexiona en su columna de opinión de este mes sobre la Misa Crismal, signo de unidad de toda la Iglesia diocesana, donde se renueva la unción sacerdotal y se bendicen los óleos para llevar esperanza y consuelo a todo el pueblo de Dios, especialmente en este Año Jubilar

 

Un año más, muy próximos a la Pascua del Señor, celebraremos la Misa Crismal, fiesta de fraternidad, unido todo el presbiterio junto al obispo, en “unidad de consagración y misión” (PO 7). Y, también unidos, todos, al Pueblo de Dios, que por el Bautismo recibe asimismo el sacerdocio común de los fieles, que, junto al sacerdocio ministerial, participan cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo, y están ordenados el uno al otro (Cf. LG 10).

En esta misa, la Catedral Vieja de Salamanca, bajo la presidencia del obispo, se convierte en el cenáculo de la Iglesia diocesana. Uno es el Pan y el Cáliz, una la Palabra, un solo Espíritu Santo… Y allí llegamos todos, en esa mañana, y resuena la Iglesia local entera. Desde los lejanos arciprestazgos rurales hasta el campus universitario; los barrios llenos de vida y las aldeas despobladas; el dolor de los privados de libertad y la alegría de los esposos a quienes les ha nacido un hijo; así como los sueños de los jóvenes, de los inmigrantes, de los cofrades, que con su paso por las calles proclaman el misterio de Cristo,… Todo ello habita en nuestro corazón de apóstoles y laicos, junto con la vida consagrada: nombres, gestos, palabras, rostros, lugares, calles, hospitales, situaciones de gozo y tristeza… “Son los que el Señor nos ha dado” (Jn 17, 24), y hoy vienen con nosotros, grabados en nuestra alma, a la mesa eucarística, y con todo el Pueblo de Dios reunido en la celebración de la Catedral.

¿Qué nos encontramos allí, al celebrar la Misa Crismal, como presbiterio diocesano, presididos por el obispo, y junto a todo el Pueblo de Dios? Que renovamos nuestra “unción”, no nuestra “función”. Un día fuimos ungidos con el Crisma de la Salvación, mediante la unción sacramental, y se nos selló el don del ministerio del sacerdocio a través de la imposición de las manos y la efusión del Espíritu Santo. En nuestra vida apostólica y misionera hemos de pasar de la “función”, a la “unción”. Y ese día renovamos las promesas que hicimos ante el obispo y ante el pueblo santo de Dios.

Nuestras manos han sido “ungidas” con el Crisma y hemos sido consagrados para la misión, como el mismo Jesús, por el Espíritu Santo, para anunciar el evangelio a los pobres, y proclamar el año de gracia del Señor (Cf. Lc 4, 18-21). El Señor ha puesto sus manos sobre nosotros y ahora quiere que las nuestras, marcadas por su misma unción, sean manos de esperanza en el mundo, sostenidas por las suyas.

En el paso de la “función” a la “unción” hoy somos llamados por Francisco, en este Año Jubilar, a ser signos de esperanza. Como Jesús (Cf. Mt 9,27-29), con nuestras manos ungidas, en nuestra realidad salmantina, hemos de tocar la humanidad marcada por la enfermedad, como Él “tocó” a ciegos, leprosos sociales, sordos a la Palabra y a los otros, y caídos en el camino. Como Jesús (Cf. Lc 7, 13-15), tocar a la humanidad probada por la muerte: la soledad de las aldeas perdidas, al adolescente sin vida esperanzada, las urbanizaciones clausuradas sobre sí, el fracaso escolar juvenil, las familias muertas socialmente o los niños no nacidos. Y, como Jesús (Mt 17,7; Mt 14,30-31; Lc 24,39), tocar con nuestras manos a la humanidad moralmente cansada, autónoma y sin esperanza, o distraída o en búsqueda, como “tocó” el corazón de los discípulos en la transfiguración, miedosos de dar la vida; o los “tocó” y levantó del sueño de Getsemaní; o agarró de la mano a Pedro, que se “hunde” en el mar por su falta de fe; o a los discípulos y mujeres llenos de “miedo” en la mañana de Pascua, y les enseña sus manos misericordiosas, traspasadas y encendidas…, y “arroja en sus manos, tendidas en su búsqueda, las ascuas encendidas del Espíritu” (Himno de Pascua).

Para todo esto están “ungidas” nuestras manos. Y para eso se ponen en nuestras manos el óleo de catecúmenos, el óleo de enfermos, y el Santo Crisma, bendecidos y consagrados por el obispo. No para nosotros, no para apropiárnoslos haciendo de ellos una aduana, sino para darlos, ofrecerlos, signar, tocar la frente, las manos de los hermanos, cristificarlos por medio de la salvación regalada por el misterio pascual de Cristo y transmitirles el don de la esperanza de Jesús.

En este aceite perfumado, distribuido desde las ánforas de la Catedral a toda la geografía salmantina, va el “buen olor de Cristo” (2 Cor 2,15) para perfumar y “tocar” las realidades, existenciales y geográficas que hay que ungir con el “aceite del consuelo” y vivificar con el “vino de la esperanza” (Prefacio común VIII). Dejemos que nuestras manos sean portadoras de ello y llegue a todos los rincones de la diócesis este perfume, este consuelo y esta alegría, en este año jubilar 2025.

Todos somos llamados a ser “peregrinos de esperanza”, como “hijos del aceite” (Zac 4,14) que somos todos los bautizados, cuando han sido ungidas nuestras cabezas con el crisma de la alegría, la esperanza y de la salvación.
Invitamos a toda la comunidad a participar en la Misa Crismal. Feliz Pascua del Señor.

Tomás Durán Sánchez,
vicario general de la Diócesis de Salamanca

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