CATÓLICOS EN SALAMANCA – Es mi corazón / la aldea más devastada

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En su columna de opinión de diciembre, el sacerdote Tomás Durán reflexiona sobre la despoblación de los pueblos rurales de Castilla, especialmente en la zona de la “raya” con Portugal, y se pregunta si puede haber esperanza para un mundo rural que lucha contra el olvido

 

 

El urbanismo de los pueblos, aldeas perdidas, despobladas… de la Castilla de la “raya” con Portugal, que es la que más conocemos, revela dos humanidades, dos mundos y dos realidades. Si se pasea en agosto por alguno de ellos, aún quedan retazos de las viejas construcciones de granito, pizarra, piedra, madera… con ventanas y puertas de viejos dinteles bellísimos; cerraduras en las puertas que, con sus llaves, abrieron y cerraron en aquellas casas deshabitadas, sueños, vidas, despedidas, cantos, entradas y llegadas, cobijos y amores, lutos y lágrimas, fiestas y ritos de vida… Candados que quisieron sellar la intimidad o evitar robos y sustos de la noche. Muchas de estas construcciones en ruinas, con la belleza de las zarzas y la vegetación que las invaden, son la nostalgia de un ayer que pasó y se despobló, y de una cultura que no volverá, si no es plastificada y subvencionada para divertir a los que no la conocieron.

En la misma calle, junto a estas ruinas, nuevas construcciones de cemento y ladrillo, con setos que cubren la intimidad de barbacoas, tumbonas y alguna piscina, son habitadas en verano por las generaciones posteriores de unos abuelos que fueron arrancados de estas mismas calles, lugares y paisajes hacia la industria española o los servicios de una Europa que se levantaba de las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, y les acogían como mano de obra barata. Ahora, en verano, el pueblo, son sus raíces, es el lugar familiar y amigable que les acoge en fiestas patronales, donde los rituales procesionales de fe sirven como identidad que nunca tuvieron en los barrios anónimos de las ciudades.

Los pueblos en agosto son la añoranza, dibujada en el corazón de las personas, de descanso, sueño prolongado, fiesta, paseos al amanecer y al atardecer, conversaciones de la noche, comidas familiares y, en algunas ocasiones -cada vez menos-, colmar la sed profunda de la fe, que nació en estas raíces hondas de ritos, pasos de muerte y vida, días y noches, estaciones y fiestas.

Todo esto revela un paseo de agosto por cualquiera de las calles de un pueblo de la Castilla del oeste, que mira al sol que se esconde en Portugal. Pero en Castilla siempre se ha suspirado hondo. “Cuando acabe este mes… volveremos al silencio, a la soledad… ¡ay!”, dicen los mayores que permanecerán en el tiempo invernal. Y en el paseo de sus noches de insomnio recorrerán, en las horas interminables del reloj, las dos realidades: las casas en ruinas, calles despobladas, aunque llenas de recuerdos, de nombres, vidas, nacimientos, puertas que se abrían… Y el insomnio en el que el corazón paseará también por los rostros de hijos y nietos (la despoblación más dolorosa), que tienen la casa allí, reluciente y nueva, pero cuyas vidas están en la ciudad, ajena de ritos, bailes y fiestas, inmersos en la dura realidad de la jaula de hierro del horario, el trabajo, el colegio, de los hijos, las horas y los transportes urbanos, aunque con las raíces del corazón no olvidadas.

Parece que este poema está hecho para ser recitado en el insomnio despoblado castellano, definido como “tersa piel oscura de la noche de la noche”, en esos paseos por calles y corazones ausentes, y por las calles deshabitas de gentes y culturas. Dice así: “De estas casas/no ha quedado/sino algún/resto de muro. // De tantos/que me amaban/no ha quedado ni eso siquiera.// Pero en el corazón/ni una cruz falta/. Es mi corazón/la aldea más devastada”. (G. Ungaretti).

Pero siempre amanece. Cada día se renovará la luz del sol interminable que alumbra los despoblados de la “raya” con Portugal, pues cuanto más hondo se esconde en la noche, con más fuerza resucitará, lleno de fuego vigoroso e iluminador en la mañana.

Son varias las diócesis de Castilla que colocan la palabra esperanza en el caminar del pueblo castellano, para que esta luz ilumine los insomnios y convierta sus paseos de vigilia en sueños de días de claridad y gozo. Esta esperanza está sembrada en lo hondo y en la entraña de las gentes y las aldeas castellanas, que acompañan los curas rurales que permanecen y viven en esa tierra, como acompañantes y peregrinos de esperanza. Su permanencia no responde a un programa de “atención pastoral”, sino a una mística pascual de la “presencia apostólica” en el medio rural, que hacen de la esperanza paciente virtud y estilo de vida; y con una existencia que es una “mistagogía vital”.

 

“Resucitado”, de Diego de la Cruz. Colegiata de Covarrubias (Burgos).

 

Pero hoy es una esperanza muy humilde y sencilla, lo que le hace ser honda. Tal es la humanidad rural que permanece, en sus hombres y mujeres. No es la esperanza de sueños juveniles grandiosos e irrealizables, que al fracasar crean un dolor y un desarraigo mayor. Tiene que ver con la cruz de la que habla el poema citado. Y es que, como dice J. Jiménez Lozano, en muchas “aldeas abandonadas el único signo en pie de que hubo allí presencia humana que en su pobreza pensó o soñó esperanzas es una cruz, aun enhiesta, en medio de casas en ruinas y altas hierbas”. Es una esperanza pascual, pero donde las llagas del resucitado siguen mostrando el dolor, la sangre, la soledad y el grito de abandono en la cruz, tal como refleja magistralmente el cuadro de “El Resucitado”, de Diego de la Cruz, en Covarrubias (Burgos).

¿Podrá haber esperanza para nuestro mundo rural despoblado? Sí. Está sembrada en su tierra. Es ahora, finalmente, el gran D. Miguel de Unamuno, en el largo poema de “El Cristo de las Claras de Palencia”, el que nos ayuda a descubrir la austera esperanza castellana a la que somos llamados en la Iglesia en Castilla. Dice de este Cristo yacente de Palencia:

“Este Cristo, inmortal como la muerte,
no resucita; ¿para qué?, no espera
sino la muerte misma.
De su boca entreabierta,
negra como el misterio indescifrable,
fluye hacia la nada,
a la que nunca llega,
disolvimiento.
Porque este Cristo de mi tierra es tierra”.

Tomás Durán Sánchez. Párroco “in solidum” de Doñinos de Salamanca.

 

 

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