Sara Seguín Mateos formó parte de los 112 peregrinos de la Diócesis de Salamanca que participaron en la convocatoria que hizo el santo padre a los jóvenes en el verano de 2023
La Jornada Mundial de la Juventud de 2023 en Lisboa fue, para mí, uno de los momentos más intensos y transformadores de mi vida. Y ahora que el papa Francisco ha tornado a la Casa del Padre, esos días cobran un valor todavía más profundo. Cada palabra suya, cada gesto, cada mirada… resuenan hoy en mi alma con una fuerza nueva, como un regalo que quizás entonces no supe apreciar del todo, pero que ahora guardo como un auténtico tesoro.
Aunque ya había participado en otras jornadas — San Juan Pablo II en Roma en 2000, y después con Benedicto XVI y también con Francisco— esta fue totalmente distinta. Acudí con el corazón herido, porque me faltaba una persona muy importante en mi vida. Llevaba dentro de mí ese vacío, ese dolor, y al mismo tiempo una necesidad inmensa de consuelo, de presencia de Dios, de renovación interior.
Acudimos cinco amigos como cofradía, como la Real Cofradía Penitencial de Cristo Yacente de la Misericordia y de la Agonía Redentora. Por primera vez participábamos juntos en una JMJ y eso le dio un significado completamente nuevo. Yo, que ya había vivido otras veces estos encuentros siendo más niña, ahora lo vivía con una madurez adquirida, con una mirada distinta. Pero lo más emocionante fue ver cómo mis amigos lo estaban viviendo por primera vez.
Era como ver el milagro desde fuera. Ver la ilusión en sus ojos, ver cómo todo era nuevo para ellos, cómo Dios se abría paso en sus corazones. Y así fue, cuando el papa pasó por primera vez delante de nosotros, no lo miré a él. Miré a mis amigos. Vi en sus ojos un brillo único. El mismo brillo que yo había tenido en mi primera jornada. Y me emocioné profundamente. Y en ese momento entendí que Dios nos estaba tocando a todos, de forma distinta pero igual de real. Compartir ese sentimiento fue increíble. Poder vivirlo a su lado, ver cómo lo descubrían todo por primera vez, cómo se dejaban tocar por Dios… fue uno de los mayores regalos .
Nos integramos muy bien dentro del grupo de la Diócesis, y estamos profundamente agradecidos a los sacerdotes que nos acompañaron —Andrés, Nacho, José Ángel, Miguel Ángel, entre otros— por su cercanía, su palabra, su escucha. Fueron verdaderos pastores, caminando a nuestro lado.
Fueron días de renovación interior, de oración, de alegría compartida y de consuelo. Sentimos muy cerca a San Juan Pablo II, a quien profeso una gran devoción. Él ha sido siempre un faro en mi vida espiritual, y en Lisboa sentí su presencia de forma muy especial, como si caminara a nuestro lado. Y también quiero recordar con mucho cariño a Eva, nuestra responsable de comunicación en la JMJ, que hizo una labor preciosa integrándonos en el grupo.
La vigilia fue, sin duda, el momento más intenso. La viví con la emoción de un corazón que estaba roto, que estaba vacío, que necesitaba ser llenado otra vez. Estar allí, bajo las estrellas, junto a cientos de miles de jóvenes de todos los rincones del mundo, sintiéndonos uno solo, fue indescriptible. Escuchar al Papa Francisco hablarnos en español, con esa ternura tan suya, tan humana, tan cercana, me estremeció. Y fue entonces cuando pronunció unas palabras que nunca olvidaré:
“Y cuando vemos a alguien —amigos nuestros que están caídos—, ¿qué tenemos que hacer? Levantarlo. Fíjense cuando uno tiene que levantar o ayudar a levantar a una persona qué gesto hace: la mira de arriba abajo. La única oportunidad, el único momento que es lícito mirar a una persona de arriba abajo es para ayudarla a levantarse.”
Esas palabras eran para mí. Me sentí profundamente agradecida, porque me dí cuenta que mis amigos estaban tirando de mí, ayudándome a levantarme. Estaban allí, con su cariño, su fe, su presencia. Fueron esa mano de Dios que no te deja sola.
Vi banderas de todos los países ondeando al viento, y entre ellas, también la de nuestra cofradía. Ese detalle será inolvidable, ver nuestra identidad, nuestra fe compartida, ondeando entre tantas naciones, como símbolo de unidad, de entrega, de esperanza. Realmente una fiesta de la fe, una celebración del amor de Dios por todos nosotros.
Y ahora, con Francisco ya en la Casa del Padre, me siento aún más agradecida. De haber estado allí. De haberle escuchado. De haber vivido esa JMJ. De haber podido decirle con la mirada: “Aquí estoy, Señor”. Porque eso es lo que hicimos: nos levantamos. Todos. Con nuestras heridas, nuestras dudas, nuestras historias. Pero también con la certeza de que Dios nos llama, nos cuida, nos espera.
Y si algo quiero dejar como mensaje, como testimonio, es esto: aunque llegué con el corazón herido, volví con el corazón muy sano. Porque Dios me habló. Me sostuvo. Y me devolvió la paz.
“No tengáis miedo. ¡Abrid las puertas a Cristo!”— San Juan Pablo II.
Siempre Agradecida
Sara
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