Quizás, esta duda se pueda explicar añadiendo algunas palabras a las del título: ¿qué diferencia hay entre tener sexo y hacer el amor?
Empecemos por “sexo”
La expresión “tener sexo” suele referirse a una simple unión de cuerpos, con sus respectivos placeres. Es más, esta idea de obtener un mero y pasajero disfrute corporal, con cualquier persona, está bastante extendida y normalizada.
Hay quien piensa que el sexo es algo a lo que se tiene derecho y, simplemente “protegiéndose” con la anticoncepción, accede al placer genital con otros cuando quiere. Sin entrar en la moralidad en este aspecto, vamos a ahondar un poco más, porque ¿podría tener sexo con alguien a quien quiero? ¿Con mi marido? Claramente, sí. Entonces formaría parte de una comunión de personas, no una unión de cuerpos sin más.
“Seréis una sola carne”
El sexo es una expresión de amor, o así debería ser, porque así Dios lo creó. Él inventó la capacidad que tenemos hombre y mujer de expresar o mostrar que nos amamos en alma y cuerpo. Es hacer realidad el “seréis una sola carne”.
Podríamos decir que el sexo, como expresión corporal, nos abre el horizonte cuando el deseo que lo impulsa se relaciona con el amor. Si el sexo se redujera solo a placer, se quedaría sin razón de ser. Sin embargo, todo cambio, adquiere una experiencia que trasciende, cuando se convierte en expresión de amor.
Y seguimos con “amor”
De hecho, amar es algo que supera cualquier impulso espontáneo. Amar es la vocación a la que hemos sido llamados todos. Amar significa vivir íntegramente nuestra sexualidad. Es un amor total, fiel, exclusivo y fecundo.
El cuerpo sexuado se orienta a una relación de hombre y mujer capaz de dar vida, espiritual y biológica. Sin embargo, no solo nos amamos teniendo sexo. Nos amamos también fuera de la cama, en lo pequeño y rutinario del día a día. Por ejemplo, siendo pacientes, respetuosos, comprensivos, escuchadores.
¿Y qué pasa con los impulsos?
Cierto es que hoy en día se relaciona automáticamente sexo con placer. Si así fuera, la búsqueda de ese placer sexual en sí mismo, sin tener en cuenta a la otra persona, sería como apuntar con el dedo a la luna y quedarse mirando el dedo en vez de la luna. Sería negar que uno es capaz de amar, de entregar, de orientar su impulso y afectividad a otra persona que va más allá de uno mismo.
Amar supone ser uno mismo sin dejarse llevar por los impulsos o por el sentimiento. Amar, también, es racionalizar. Podría parecer que lo propio fuera dejarse llevar por una espontaneidad, malamente entendida como un “yo hago lo que mi cuerpo me pide” sin considerar al otro.
Entonces, ¡a discernir!
Cierto es que de esos deseos pueden salir cosas buenas, pero el amor primeramente necesita ser educado. Esto no quiere decir que haya que eliminar las pasiones ni considerar malos los impulsos o sentimientos que podemos tener.
Lo que es equilibrado y, por tanto, propio del ser humano, es discernir aquellos deseos que se nos presentan: ¿son buenos? ¿qué intención esconden? ¿a dónde me llevan? ¿convienen en este momento?
Cada uno ha de reconocer cuál es la relación que tiene con sus deseos: ¿son deseos que Dios ha sembrado en mi corazón para algo más grande o son fruto de mi fragilidad? Ciertamente, es Dios quien ordena nuestros deseos. Por lo tanto, quien ordena nuestro amor. Dios no es contrario a los deseos que ha puesto en nuestro corazón, más bien nos ayuda a engrandecerlos.
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La madurez en el amor significa amar con cabeza y corazón. Entendido esto, seremos capaces de entender la diferencia entre el sexo, vivido como fruto de pasiones desbocadas, y el amor que nace de la búsqueda del bien del amado y del deseo de encuentro que obtiene intimidad y crecimiento pleno.
Eva Corujo para Ama Fuerte
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